Dio el último sorbo al vaso de whisky y pensó que esa noche no terminaría como solía ser habitual. Sentado en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos, pensando si su cadáver quedaría más bonito con un disparo o con dos.
Una inusitada certeza lo ayudó a levantarse: Tenía a la razón y al amor de su lado. Se enfundó el abrigo y salió a la calle, desnuda de gente, con la única compañía del frio y la nieve. Sus pasos le dirigieron a su destartalado Renault Laguna del 83.
Condujo tres horas hasta plantarse delante de aquel caserón que lo había visto crecer. Trepó por el árbol como cuando era niño y dio unos leves golpes en la ventana.
Dos sonrisas somnolientas iluminaron su mirada.
– ¡Papá!
– Coged los abrigos. ¡Vamos!
Descolgó a los niños por el árbol con cuidado de no hacer ruido alguno y condujo tres horas de vuelta, contemplando aquellas caritas acurrucadas bajo su abrigo en el asiento trasero.
– Nadie volverá a apartaros de mi lado, enanos.
Dejó a los niños en el colegio después de dar un beso a cada uno y asegurarles que a la salida estaría esperándoles y no dejó de mirarlos, orgulloso, hasta que traspasaron la puerta y le saludaron con la mano.