Dio el último sorbo al vaso de whisky y pensó que esa noche no terminaría como solía ser habitual. Sentado en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos, pensando si su cadáver quedaría más bonito con un disparo o con dos.
Echó un vistazo a la cama, vio la silueta de la mujer desnuda, no sabía ni su nombre, no recordaba ni su cara, ni si le gustó o la encontró sexy…y se dio cuenta de cuánto se detestaba a sí mismo.
Trató de recordar la última vez que amó a alguien, no lo recordó.
No pudo saber si alguna vez amó a alguien, si se quiso a sí mismo, o si se respetó alguna vez. Miró su cuerpo entrenado y cubierto de tatuajes, del que hizo escaparate, una máscara para tapar su vacío existencial.
De repente, entre flashes, los vio nacer de nuevo, cogerles fuertemente un dedo con sus diminutas manos, balbucear, gatear, andar por primera vez, abrazarlos…y se recordó riendo, incluso feliz, como si de verdad pudiera querer a alguien. Un brote de orgullo nació en su pecho, a medida que un agujero crecía en él, ardiente, oscuro, como su alma, la cual veía resbalar entre sus dedos, escapando.
El silencio demoledor que precede al disparo.
Ya no pertenecía a esa habitación.
Esa habitación ya no le pertenecía.
Vio su sangre tiñendo de un rojo intenso la sábana, mientras repasaba qué hizo esa misma mañana, tras recoger a los niños del que fue, quizá, su único hogar…
Dejó a los niños en el colegio después de dar un beso a cada uno y asegurarles que a la salida estaría esperándoles y no dejó de mirarlos, orgulloso, hasta que traspasaron la puerta y le saludaron con la mano.