Tiene una de esas tardes. La rayita vertical del cursor parpadea esperando impulsos justo después de la palabra “después”. Una página y media, cuatro párrafos es el súmmum creativo conseguido hoy y por más que las lee, no consigue encontrarles la gracia. ¿Dónde está la jodida imaginación que tanto le desbordaba hace no más de un año? ¿En qué parte del camino se extravió la inspiración que le hacía pasarse horas frente a un ordenador perdiendo el sentido del tiempo? Por ahí, en cualquiera de los baches.
Desvía la mirada y durante un rato observa el tablero de ajedrez, una partida tiempo atrás empezada. El rey blanco en un rincón, flanqueado por el único peón que le queda, el único soldado de infantería que ha resistido el ataque negro. Más allá, solitario y sin perder la compostura, el alfil blanco. En el último movimiento la reina negra se ha comido la segunda torre. Le es imposible ganar una partida sin torres, sin dama. Siempre ha sido un mal jugador pero no puede dejar de jugar, tras cada jaque mate se dice que basta, pero empieza de nuevo. Juega desde joven, desde pequeño. Una derrota detrás de otra, de vez en cuando una victoria menor, su incapacidad absoluta para idear una estrategia, para pensar a medio plazo y la de imaginar por donde va el contrincante. Él no sabe de eso, él mueve por instinto.
Vuelve a mirar la pantalla. Recuerda cuando aquella profesora de literatura le sugirió, después de leer algunos de sus relatos, que empezara una novela, y que para ello elaborara fichas de los personajes y empezara el relato con una frase, de la frase al párrafo… y así en cada capítulo. Cada capítulo estructurado, saber el final ya de la novela antes de empezarla. Fue incapaz. El ansia de escribir le superaba y se sentía perdiendo el tiempo haciendo esos planteles de personajes que él necesitaba construir a poco, letra a letra. La improvisación era lo suyo, se dijo. Y lo sigue pensando ahora, pero duda constantemente ante su incapacidad de pasar más allá de la página y media que lleva. Aquella profesora pareció enamorarse de él, aún estudiante, que destacaba por ganar cada año el premio literario del instituto, cuatro años seguidos ya. La profesora dijo que no podía seguir quedando con él para asesorarle.
La reina negra es como una amenaza, allí plantada, altiva y distinguida. En la simbología del ajedrez el peón es la menor de las piezas, representa a la infantería, a los soldados de vanguardia que abren el camino y la mayoría mueren de forma inevitable, a veces en sacrificio. Y ahí, frente al rey blanco, el único peón se asemeja a un soldado con su rifle, acobardado ante la inminente superioridad del enemigo, sabiendo que de esta no saldrá con vida, pero dispuesto a morir de la mejor manera. Y el peón mira al alfil, su supuesto aliado, en la otra punta del tablero. Inicialmente el alfil era un elefante, cuando ya no se usaba el paquidermo en la batalla pasó a simbolizar al caballero, pero con la imposición de la religión católica, acabó siendo un obispo. El clero siempre allí, usando la fuerza militar para enaltecerse y luego manteniéndose al lado del poder, hasta que este deja de servirle. Como ahora. Una figura inútil por ella sola… debería hacerlo retroceder para que la reina contraria se vea tentada a matarlo. Pero no, su contrincante no hará eso, tiene el jaque a tiro de piedra. Lástima que el peón no tira piedras ahora que la reina no le mira…
Más adelante llegó la oportunidad de su vida. Uno de sus relatos cayó en manos de una editora importante de la ciudad, a quien le encantó y le llamaron. Tuvo una entrevista con ella y con el asesor literario, le alabaron y le propusieron escribir una novela. Se emocionó tanto que se olvidó de todas las preguntas necesarias. Se lo contó a todos aquellos que le habían animado a escribir primero, y a los que no le animaban después. Empezó una, dos, tres, cuatro novelas. No terminó ninguna. Acabó la universidad, se enamoró perdidamente, cayó en un agujero sin fondo, dejó de escribir. Una mañana se levantó, como si acabase de sacar la cabeza de entre una niebla densa e interminable, cogió el manuscrito con la mitad de su último intento de novela y se fue al editorial. La editora ya no trabajaba allí, la habían contratado para una editorial en Inglaterra y se había llevado a su asesor con ella. Amigo, amante o fiel consejero. Dejó el manuscrito y recibió tiempo después una carta seca y triste de rechazo.
El peón y el alfil se miran con recelo, lo nota. Uno que es sacrificado y otro que exige sacrificio. Ve al obispo mirando con altivez al soldado, exigiendo con su pose que no haga nada. El infante titubea, mira al rey que como siempre se limita a otear el frente como si en el horizonte de cuadrados blancos y negros estuviera la respuesta; mira a la reina enemiga y detrás atisba a la torre, robusta, directa, siempre defensiva pero que cuando ataca es letal. Y cuatro peones negros distribuidos casi al azar que simulan un batallón mal dirigido. Lo mejor que puede hacer es abdicar, majestad, dice el peón al rey, pero a lo lejos oye la voz del alfil llamándole traidor, como te atreves a proponer esto, mantente en tu puesto. Pero el peón avanza de repente, decidido, una casilla más.
Envía un mensaje de texto a su contrincante con el movimiento. Mira la pantalla. Elimina todo lo escrito y escribe primero el título, en letras grandes: PEÓN, ALFIL Y REINA. Primera Parte: Peón.
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