Dio el último sorbo al vaso de whisky y pensó que esa noche no terminaría como solía ser habitual. Sentado en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos, pensando si su cadáver quedaría más bonito con un disparo o con dos.
Siempre impar, le repetía a latigazos su corazón, pero quizá un único disparo parecería cobarde y confuso. Y a raíz de los dos disparos, pares y oxidados, optó por un tercero.
Hizo amago de terminarse la botella vacía, y abrió otra de cerveza, a ver si así, teniendo el alma entre-dormida, ensangrentada y adicta a las penas, apretaba el gatillo de la indiferencia, y las parcas, ansiosas y despiadadas, maquinaban su final de quince quilates y cortaban kilómetros de mujeres, alcohol y poesía. Por ese orden. Siempre había sido de amores al por mayor y tenía dos proyectos de poetas como hijos. Estaba cansado de musas desoxigenadas y de remendar su corazón a martillazos. En ocasiones se disfrazaba de Henry Chinaski – siempre se vio reflejado en él- pero luego tomaba conciencia de que era más torpe con las mujeres y su adicción por la hierba le hacía bailar las heridas.
En una hora tengo que llevar a los monstruos a la escuela -pensó-. Había sido incapaz de cargar el arma y cargarse su alma.
Tres balas. Tres balas amnésicas, inéditas y subversivas.
Vistió a los futuros poetas, por los que rezaba a diario para que no coquetearan con la hierba, y acabaran prendados y revueltos entre mujeres de estación y quimeras inverosímiles. Jugó a la risa de camino a la escuela repitiéndoles lo mucho que les quería.
Dejó a los niños en el colegio después de dar un beso a cada uno y asegurarles que a la salida estaría esperándoles y no dejó de mirarlos, orgulloso, hasta que traspasaron la puerta y le saludaron con la mano.