Taia no lo sabe pero terminará ingeniería de minas y dejará de bailar la Cueca con su padre el día en el que sus amigos la encuentren danzando en traje regional en la plaza de San Pedro de Atacama.
Ella tampoco lo sabe pero la mujer delgada y simpática que una tarde de agosto hizo el tour del Valle de la Luna con la agencia de viajes de la que su padre era conductor la habrá de recordar hasta dos días antes morir. Recordará muchas veces, y ni idea del porqué, a esa chica adolescente que, sin dejar de sonreír, la miró esa tarde y le dijo: «usted es muy hippie».
Esa mujer es mi madre y yo, como muchos, pertenecemos a una generación en la que aprendimos a leer los sentimientos de nuestros padres viendo el reflejo del móvil en sus caras.
Había días en los que estaba pletórica y ni un tsunami le habría borrado esa sonrisa bonita que le amanecía en la cara, entonces. Otros, sin embargo, parecía que sostenía el peso del mundo ella sola y para siempre. El detonante de esos cambios de humor, siempre el mismo: el móvil. Entonces no lo sabíamos mi hermano y yo, pero la relación de mis padres pendía de un hilo. Uno entre Canarias y Madrid. Las alegrías y tristezas en la cara de mi madre pendían de si el negrero del jefe de mi padre le estiraba la paga para que fuera a la Península a ver a su familia y cada vez las visitas se fueron espaciando en el tiempo. Y lo que le contaba el móvil a mi madre, cada vez se puso más triste. Un día, mi madre dejó de luchar y empezó la rendición con una huida en toda regla: dejó a mi padre.
Pero lo ayudó a pasar la mala racha de trabajo que llevaba el pobre. Y lo siguió ayudando con la mitad de la hipoteca que todavía les quedaba del pasado de amor.
Y así seguiría durante los 10 siguientes años que les duró esa condena.
Contra todo pronóstico de mi abuela paterna, mi madre no rehizo su vida inmediatamente. Mi padre, sí y muy pronto. En menos de 6 meses lucíamos «mamá» nueva en casa. No es mala mujer, a ver: la queremos y nos quiere. Quiere a mi padre. Punto. Es sólo que por muy hippies que seamos en esta casa, ella nunca será nuestra ella.
Mi madre, durante unos años, se dedicó a cuidar de nosotros, claro, pero también volvió al teatro y qué risa, entonces. Yo no sabía que durante muchos años se había dedicado a malvivir sobre las tablas. Luego, le llegó una borrachera de sensatez y se sacó una oposición. Se dedicó, desde entonces, a dar lengua y literatura castellana y por las tardes, cuando se divorció, al teatro. La cosa es que mi casa se convirtió en un lugar lleno de libros -que nunca dejó de serlo, sí, pero que en esa época llegó a ser preocupante el número de historias que nos aparecían por todas partes- y de amigos que venían a ensayar, a tomar una cerveza, a curarse el corazón o a todo junto.
Mi hermano y yo crecimos como la falsa moneda: de mano en mano, y tan felices. Calderón, Lope, Buero Vallejo… se nos mezclaban entre los Lunnis y la Patrulla canina. No nos supimos nunca los grandes éxitos del Canta Juegos, pero gritábamos hasta el cielo el «Ama y ensancha el alma» del Robe. Mi madre siempre nos dijo que Extremoduro era poesía, y de eso ella sabía un rato.
Los viernes la acompañábamos a la protectora de animales y nos pasábamos la tarde entre lametones y pelos de «los ángeles de cuatro patas», como los llamaba ella. Todavía hoy, cuando veo a alguna madre de mi edad, de esas hipocondríacas con sus hijos, no puedo evitar acordarme de cuánto se reía de esas histéricas.
Los sábados y los domingos los pasábamos con mi padre y su chica. Mi madre nos dejaba con ellos; besos y abrazos a todos y se iba. Durante mucho tiempo, ni mi hermano ni yo supimos si pasaba esos días sola.
Un día,empezó a hablar de un hombre «chicos, no sé qué somos pero no quiero que tenga nombre», nos reímos mucho cuando nos lo contó pero nos pareció un plan magnífico y así fue como mi madre nos habló por primera vez de quién era el hombre por el que había a vuelto a la vida, decía ella, y el que habría de acompañarla hasta su último ratito en la tierra.
No lo hemos visto mucho en todos estos años, la verdad. Ha sido siempre un hombre serio pero que cuida con la mirada. Y ella lo hace reír. La hippie de mi madre y su manera de ver el mundo y de entender el amor encontró en él su mitad y, hoy, la miro por la ventana de la habitación y la veo sonreír a su móvil y me digo «esta pareja nunca cambiará; siguen con sus mensajes, con sus viajes, con su libertad impagable…» y daría lo que no tengo por creer que sí, que mi futuro será un sitio así, mil lugares en el mundo, un hombro y una risa en donde descansar.
Yo no lo sé todavía pero dentro de algunos años, una niña con un perro negro inmenso, en La Isla de Pascua, me mirará con curiosidad y me dirá: «es usted muy hippie» y yo, que no lo sé todavía, me sentiré más cerca que nunca de mi madre.
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