Miró otra vez la pantalla, nada.
A veces soñaba con que veía la parpadeante luz amarilla que notificada la llegada, en forma de bits invisibles y volantes, de caracteres que formaban palabras, y esas palabras frases, y esas frases sentimientos cojos.
A veces se intercalaban bits amarillos y calvos que dibujaban caritas amarillas en la pantalla que aspiraban a ser las patéticas muletas de esos sentimientos.
Miró otra vez la pantalla, nada.
Había cometido un error la noche anterior. Había vomitado bits por unos dedos mediocres de verdad y sentimientos. Había dejado de lado la creatividad y, sin sopesar la trascendencia de unas no tan vacías palabras, había dado a enviar una sentencia de muerte.
La lucecita no iba a brillar.
No iba a volver a hablar.
Pareciera que tuviésemos miedo a ganar en experiencias vitales y humanas y basásemos nuestras relaciones en penosas conversaciones de unos y ceros que se dejan la mitad de las cosas por decir en las huellas de nuestros dedos.
En una conversación cara a cara, si nos pasa eso y se nos seca la boca, podemos compensarlo con una caricia en vez de aporrear teclas digitales; pero no, parece que tenemos miedo a abrirnos y desmembrarnos en sentimientos vocalizados sin estar a cubierto tras un parapeto de cinco pulgadas. Abdicamos sonrisas en favor de herederos redondos y mediocres, con alopecia e ictericia, con una sonrisa fija, o un guiño cómplice, que parece que cambian el tono de la conversación pero que en verdad son tan inservibles como la sonrisa que ponemos delante de la pantalla.
Ya no tenemos nada que decirnos cuando estamos juntos porque lo hemos hablado todo con los dedos, y cuando hablamos solo hablamos para intentar arreglar lo que hemos estropeado con los malentendidos de la inexpresividad de los píxeles.
¿Con quién estará hablando ahora que no está hablando conmigo?
Mierda, seguro que está hablando con otro…
Se encendió la luz de la pantalla.
Esperanza.
Le pediría quedar esa misma tarde para hablar y arreglarlo.
Visita el perfil de @kike_vasallo