En un área de descanso en mitad de la nada. Un cigarro y un móvil en la mano. Tres muertos más en mi haber además del que ha sido mi maniquí para jugar al bricolaje humano. En el otro lado de la línea los jefes. Están que trinan. No entienden cómo se me han podido escapar cuatro gilipollas como los que han querido desplumarles a un profesional como yo. Deben de tener el manos libres o estar demasiado juntos porque les oigo perfectamente a los dos. Suspiro con resignación y doy una calada. El paisaje es anodino. Campos sembrados de algo que empieza a ponerse amarillo y parece hablar de siegas y labriegos, pero vete tú a saber. Mi fuerte en la escuela nunca fueron las ciencias naturales, salvo las clases de anatomía, claro.
Tiro la colilla y me apoyo en la puerta del coche. Ellos siguen a lo suyo. A gritar como gruppies en el concierto de la estrella del momento. Y yo a aguantar el chaparrón. Cierro los ojos y me froto los párpados. Estoy cansado. Matar al personal es bastante cansado. Dudo entre encenderme otro o dejarlo para después. El sabor a cenicero que siento al tragar me hace optar por lo primero. Los «¿cómo ha podido ser?», «ya estás yendo a buscarles porque muy lejos no habrán podido irse» y demás quejas se suceden. Por momentos me entran ganas de recordarles que me pagan por hacer el trabajo sucio, no por ser su buzón de sugerencias. Pero mejor me callo y aguanto la charla. La mejor palabra es la que nunca se dice, y si hay que decir muchas, mejor que la inmensa mayoría sean mentiras piadosas para que con quien estás hablando no sepa demasiado de ti.
Al fin acaba la monserga y cuelgo. Me doy la vuelta y miro el motel en el que hemos parado. Sé la habitación en la que estás esperándome. A fin de cuentas no hemos dejado nada al azar. No como los que han acabado siendo pasto de gusanos y flores. Les hemos desplumado sin piedad (no sabes lo cachondo que me pones cuando sonríes con un arma entre las manos, deberías verte) y para colmo, antes de que las dudas de a dónde ir empezaran a ser un lastre, la suerte nos ha sonreído. Uno de ellos debía de ser un fetichista de la hostia o alguien demasiado despistado, aunque es igual, ya no podemos preguntarle. Los muertos no hablan. Pero lo que sí ha hecho ha sido abrirnos las puertas de paraíso cuando le hemos registrado y hemos encontrado una ficha en el bolsillo trasero de su pantalón. El número 13.
El resto ha sido cosa de improvisar. Conducir. Gastar depósitos. Ver pasar paisajes en el retrovisor y cuando el cansancio ya era insoportable, parar en el primer lugar que pudiera ofrecernos una cama y una ducha. Y aquí estamos.
Llamo a la puerta, mirando fijamente el número 13 que aparece pintado en negro frente a mí. Abres y me quedo con la boca abierta. Joder. Trago saliva, pero es inútil. Sigo salivando como un perro de Pavlov cada vez que sonaba la famosa campanita. Sonríes de esa manera en la que los ojos te brillan como los de una niña traviesa. Me tiras de la corbata con fuerza y cierras la puerta. Con desesperación, nuestras bocas se buscan. Tú estás desnuda, salvo por los ligueros y la lencería de encaje (ahora entiendo el por qué del bolso cuando fui a buscarte para hacer el trabajo a medias, como en los viejos tiempos). Yo vestido, y parece que no te gusta estar en desventaja.
Sin mediar palabra me desnudas. Mientras lo haces, seguimos mirándonos a los ojos. Frente contra frente. El tacto de tus yemas en mi pecho hace que me estremezca. Cierro los ojos cuando aflojas el cinturón y dejas que mis pantalones caigan sin demasiada resistencia al suelo. Volvemos a besarnos mientras avanzamos hacia la cama. Tú, de espaldas. Yo, andando como un pingüino. Te empujo con fuerza y te dejas caer sobre el colchón. Los muelles chirrian. Coceo como un potrillo para terminar de desnudarme y caígo sobre ti. Nuestras lenguas se buscan como si llevaran meses echándose en falta la una a la otra. Mis manos recorren tu cuerpo, deleitándose y recordando cada centímetro de tu piel, mientras noto cómo tu respiración se acelera cuando te muerdo el cuello. Empieza el juego.
Un cigarro y varias conversaciones poscoitales después. En la autopista se escucha el ruido de los camiones. La habitación es flaseada por los destellos verdes de los neones de la fachada. Estamos tumbados de costado, frente a frente. Te acaricio la cara mientras tú me besas la mano. Lentamente nos acercamos el uno al otro antes de comernos la boca una vez más. Me muerdes el labio y emito un gemido. Mi dedos dejan de acariciarte para agarrarte del culo con fuerza. Necesito que nos follemos otra vez más. Tú a mí y yo a ti hasta acabar extenuados en un charco de sudor y fluidos. Apurar la noche como si no hubiera un mañana, porque tal vez mañana estemos muertos. Quiero sentirme dentro de ti, notar el calor de tu fuego interior y empaparme en tu flujo, mientras juntos fantaseamos con poder conquistar otro nuevo amanecer antes de que nos den caza, o el destino haga girar otra vez la ruleta y nuestros caminos vuelvan a separarse. Ven, pequeña. Vamos a apurar esta racha de buena suerte y que el futuro decida qué pasa con nosotros, murmuro mientras hundo mi cabeza entre tus piernas y los espasmos de tus piernas me dicen que estás de acuerdo con la idea. Mañana será otro día, y predecir el futuro nunca fue nuestro fuerte.
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