Le escribí poemas
a una mujer sin contornos,
una mujer sin fronteras,
sin líneas de tiza en mi cama
pero con los labios pintados de rojo.
Ella era todo huidas,
sin líneas divisorias,
ni eternos retornos.
Ella andaba por el filo de la navaja
con zapatos de tacón
de aguja
de heroína de cómic.
Sabiendo que en el abismo
todos están solos.
Ella tenía nombre de mujer
pues Soledad
es nombre de (ausencia) de mujer.
Me miraba desde la cama
y en sus ojos
brillaba la vida
con la fuerza de las olas del mar
que chocan contra los castillos de arena,
de la ilusión de mi yo
chiquillo,
que construía sobre mis costillas,
dejándome sin aire,
con cada embestida de inexistencia.
Y nadie quiere a la pobre Soledad
porque deja demasiado tiempo para pensar.
En mi cama siempre hace frío
porque la Soledad no da calor,
pero siempre es bienvenida en mi ella
porque el abrigo de la Soledad es el único
que no se desgasta con los años.
La Soledad escribe por ti
pues te hace estar triste,
por eso nadie la quiere.
Excepto los malditos poetas
o los poetas malditos.
¿Qué sé yo?
Ella saca los mejores versos de dentro;
ella cicatriza con poesía
las heridas que me matarán
cuando ya no haya sitio en mi corazón
para más recuerdos.
Ella es con quien le pongo los cuernos
a las otras
y por la que de verdad escribo.
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