Te atormentan los recuerdos sumidos en las profundidades de un alma inquieta. De un sistema nervioso más nervioso de lo habitual.
Te inquieta todo el ruido interno como un grito multitudinario:
¡Despierta! ¡Hoy toca tormenta!
Te levantas y vas medio dormido al espejo. Te aclaras la cara, te vistes y te peinas. Crees estar listo para enfrentarte al mundo y sales por la puerta con fuerza (de cuello para arriba) y miedo (de cuello para abajo).
Te importa una mierda pasar bajo una escalera, ir de amarillo o que hoy sea martes y trece. Acaricias a todos los gatos negros de la ciudad y le dices a la suerte que ya no la quieres. Que no venga a buscarte porque solo encontrará una nota clavada en tu puerta:
Seas quien seas, llegas demasiado tarde.
Brilla el sol de agosto, pero en tu interior llueve como nunca.
Caen lágrimas y, de lo más profundo de ti, surgen truenos y relámpagos por saber que nunca volverás a mirar hacia atrás.
Sabes de dónde vienes, y que lo extrañarás, pero también a dónde vas.
Y recuerdas que, a veces, las tormentas no son tristes. Que las disfrutas como nadie. Que krakens y sirenas son compañeros de viaje y no monstruos. Y no importa cuánto llueva o truene. Ya no te asustan los relámpagos.
Has renunciado al sol durante el resto de tu vida porque has descubierto algo.
La tormenta perfecta
se desata
entre sus brazos.
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