Ella era una mujer con corazón de niña y con manos de niña pero con la no tan inocente mirada de quien ha vivido demasiado. Por eso todas las fotografías que encuadraba con su vieja cámara de carrete eran instantáneas que describían con la precisión de la vida real, en blanco y negro, palabras desenfocadas.
Esas palabras no estaban en la foto pero revoloteaban en cada una de ellas con la suavidad de caricias que acaban en cosquillas, que se te meten por los ojos y aterrizan a flor de piel de tu cerebro, dándote ganas de reír.
Ella las enterraba dentro de pequeñas cajas de madera por la ciudad donde vivía. Y con un palo y un letrero ponía la palabra que describía la imagen plantada, justo encima de la caja como un tallo desnudo de un árbol sin hojas.
Así la ciudad quedó plantada de imágenes en blanco y negro que la gente desenterraba cuando la palabra que las describía les removía algo por dentro, como una suave caricia, y que luego se convertía en suaves risas o incontrolables carcajadas cuando abrían la caja y veían las cosquillas.
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