La casa estaba completamente a oscuras, aunque ya caía la noche. La única persona que se encontraba allí en ese momento, a excepción del intruso, era ciega. Con sumo cuidado y en completo silencio, avanzaba este último entre las sombras de un salón ostentosamente adornado. Una gruesa alfombra de hilo de Bangladesh amortiguaba sus pasos. Voces. ¿Habría alguien allí y la habría cagado? Se preguntaba. Según lo que le habían dicho, a esa hora el ciego debería estar solo. Quietud absoluta. Al cabo de unos segundos reconoció la voz. La puta radio. Pensó con una mezcla de enfado y alivio. La voz que había escuchado era la de un conocido locutor de una emisora local, abiertamente fascista. Ya más tranquilo, al saber que no había sido descubierto, atravesó lo que quedaba de salón y se encaminó al pasillo. Una vez allí, tuvo entonces que enfrentarse a su propio reflejo, pues se dio de bruces con un enorme espejo. Por un instante se sintió ridículo. Con la escasa luz que entraba desde el exterior pudo ver su apariencia. Completamente vestido de negro, gorro de lana incluído, cumplía absurdamente con el aspecto del caco canónico. Quién se lo hubiera dicho hace apenas doce horas. Antes de contraer aquella extraña deuda que ahora se veía obligado a pagar. El pasillo llevaba al despacho del viejo y allí debía dirigirse. La radio se escuchaba cada vez más nítida. Se acercaba a su objetivo. El pasillo no tenía ventanas y tuvo que sacar su teléfono y alumbrarse con la linterna , no sin antes cerciorarse de que se encontraba en silencio. Cuando enfocó con el haz de luz al fondo del pasillo, casi le da un ataque al corazón: el ciego avanzaba hacia él. Sabía que era totalmente imposible que el viejo le hubiera visto, pero quizás le sí había oído. ¿Con la radio puesta? Parecía poco probable pero a pesar de ello, sentía que el pánico empezaba a apoderarse de su mente. El ciego avanzaba despacio hacia el intruso y este, con un ostensible temblor de piernas, retrocedía paso tras paso. La madera del suelo crujió. Ambos se detuvieron. Uno, escuchando con atención, otro, congelado por el miedo a ser descubierto. Unos segundos después, que parecieron horas, el ciego volvió a avanzar. El hombre de negro, resopló aliviado y pocos pasos después, pisó alfombra. Supo entonces que estaba en el salón de nuevo. Se pegó a la pared y contuvo la respiración. Al poco, el ciego pasó lentamente a escasos centímetros de él, casi rozándole. Esperó a que hubiera atravesado el salón, presumiblemente rumbo al baño y una vez fuera de su vista, el ladrón se encaminó, secándose dos incipientes lagrimones de los ojos, al despacho situado al fondo del pasillo y de donde el ciego venía. Sabía perfectamente que los documentos que necesitaba estaban en el tercer cajón de la parte derecha del escritorio. No se lo podía creer. Le estaba robando a un ciego, a un anciano. Indefenso. En su propia casa. Esa era la realidad. Ahora entendía las palabras de quien le había hecho el indecoroso encargo. “Amigo, en este negocio de mierda, la moralidad no va a ayudarte.”. Pocos segundos después, se abría la sudadera negra de Nike y se guardaba varios documentos en el pecho.
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