La casa de las ventanas de papel – @DonCorleoneLaws

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No lo hagas, en serio: no me vayas a prometer nada.

Vamos a perder el tiempo los dos, porque ni vas a conseguir que te crea ni estoy dispuesto a seguir soñando despierto. Siempre seré un soñador, sí, pero hace tiempo que descubrí que el soñar despierto no sirve para nada.

Ya pasé la época de pensar que todo era posible por remoto que pareciera: la época de creer que las personas cambian, que de verdad llegará quien te dijo que vendría, que tomaré aquel café con quien tanto recuerda que es necesario, que alguien intentará hacer lo que hasta el momento no le ha apetecido, que no le dicen a nadie más lo que me dicen a mí, que brindaremos dentro de poco con esas cervecitas que nos debíamos, que me llamarán en cuanto puedan, que me piensan más de lo que imagino o que realmente me tendrán en cuenta para más adelante, que no me olvidan por mucho que pase el tiempo o que aporto cosas distintas que me hacen especial… MENTIRAS.

De mayor o de menor importancia, piadosas o interesadas, pero al fin y al cabo son mentiras: simples engañabobos, “mantiene sueños” o “estira esperanzas”. Son simples formas de dejar que el tiempo se deforme como un chicle sin llegar a consumar nada de lo que se ha prometido. Y yo ya no estoy para eso.

He visto demasiado como para creer en promesas y he vivido lo suficiente para sólo desear hechos. Las promesas acaban con la paciencia, dilatan las distancias, evidencian la cobardía, destapan el desinterés y sólo sirven para una cosa: para que podamos organizar nuestras prioridades reales cuando vemos que no se van cumpliendo las irreales. Lo malo es que, a la vez que eso sucede, las pequeñas desilusiones creadas del desengaño nos hacen cambiar y nos devoran vivos por dentro como un buitre que ni siquiera espera a que el corazón de su presa deje de latir.

Hay mucho de carroñero en quien sólo promete y no cumple, porque se alimenta de las ganas ajenas hasta que las deja en los huesos sin importarle demasiado el sufrimiento que provoca. Va a lo suyo y pasa de todo lo que no sea él mismo, por eso suele tratarse también de grandes ególatras: sus verdades son absolutas y no admiten discusión. No se equivocan nunca y lo de pedir disculpas es algo que sólo aconsejan a los demás.

Así que… no lo hagas. Evítanoslo a los dos. No me prometas “parasiempres” que ni tú sabes si vas a cumplir; no me prometas besos que no me vas a poder dar, ni vacaciones que no pasarás conmigo; no me prometas grandes comilonas con sobremesas llenas de licor, risas y habanos; no me prometas noches eternas en las que no acabarás durmiendo sobre mi pecho; no me prometas viajes imposibles ni caminos que no recorrerás conmigo; no me prometas un futuro que no vas a poder dedicarme, porque no cuela.

Ya pasé la adolescencia y me ilusioné lo suficiente. Mi esperanza sigue siendo enorme –eso no ha cambiado-, pero ahora la vuelco en todo aquello que destila un fresco aroma a realidad. Pasó el tiempo de la magia y lo recuerdo con cariño, sí, pero también con desazón. No quiero ni chisteras de donde sacar conejos, ni habilidosos juegos de manos con cartas, ni cajones atravesados por afilados cuchillos porque ya adivino los trucos desde lejos.

Quiero paseos a la luz de la luna agarrados de la mano. Quiero la agenda llena de llamadas mutuas. Quiero excursiones de gorra, bocata y cansancio al ver marchar al sol. Quiero tardes de cine, niños y palomitas esquivando el frío. Quiero planes juntos improvisados en el momento. Quiero cafés de “no te vayas todavía”. Quiero que me despierten con sexo sin necesidad de preguntar porque ya conocerían la respuesta. Quiero mediodías de espetos y calor en la playa. Quiero cenas rodeados de amigos y almuerzos familiares en fechas para celebrar. Quiero un “cuenta conmigo” sin fisuras. Quiero ejercicio y música juntos. Quiero transmitirte mis pasiones y absorber las tuyas. Quiero compartir las cosas que me gustan con personas que no se vean obligadas a ello ni tengan intereses subyacentes. Quiero intercambiar tu libro con el mío cuando los hayamos terminado. Quiero hacer de nuestra madura y necesaria independencia un espacio común habitable, de forma que el día a día mejore lo que ya hay. Y todo esto vale para cualquiera que sea susceptible de querer estar en mi vida.

Quiero, sí. Y no confío en falsas promesas porque deseo edificar sobre lo que ya existe: buenos amigos, buena familia y buen amor. Mira: tengo una hermosa parcela con excelentes vistas a lo que “sin duda será”, y estoy levantando unos sólidos cimientos sobre certezas para que ese mal tiempo que nadie espera pero siempre llega no afecte al interior. En la segunda planta construiré un bonito mirador hacia el mar –siempre el mar- y una amplia terraza donde poder compartir risas, sol y meriendas. Como verás, en este plan no entran ni los “probables” ni las zozobras: todo eso llega solo, así que no estoy dispuesto a escatimar en la calidad de los cerramientos para intentar ponérselo complicado y que se retrase lo más posible. No quiero que, por creerme tus promesas estériles, la mía sea finalmente la casa de las ventanas de papel y cada vez que el tiempo cambie y la lluvia llegue –porque llega-, y la promesa se incumpla –porque se incumple-, me inunde en casa la tristeza.

Es justo por eso que te digo que no lo hagas: búscate a otro incauto, que yo hace tiempo que decidí cambiar los cuentos irreales por una copa de vino, un hilo de música suave y una buena novela negra leída al calor de la chimenea… y qué bien.

 

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