Escribo porque siento que me va a explotar la cabeza si no lo hago.
Resulta absurdo, supongo.
Es como el zumbido de una mosca. Lo leí una vez por ahí. Imagina que una mosca vuela de manera constante a tu alrededor realizando círculos concéntricos, con una velocidad tal que no eres capaz de seguirla con la vista. Como su zumbido te perturba, quieres saber su localización exacta. Pero es imposible.
Ahora imagina que esa maldita mosca gira dentro de tu mente. Constante. Imparable. Con un vuelo que te desquicia. Con sus alas chocando contra cada una de las terminaciones neuronales que encuentra a su paso. Axones y dendritas enloqueciendo. Todo tu sistema nervioso en alerta máxima. No puedes ignorarla. No existe nada más.
Las palabras son esa mosca amenazando con volverme loca. El puto principio de incertidumbre en forma de insecto.
¿Resulta absurdo?, supongo.
Como un dragón, entonces, si la mosca te parece poco. Todo el odio acumulado en una habitación de hotel, vestíbulo de estalactitas, pieles cuarteadas, algún hueso pero pocos porque esta mierda te devora desde dentro, y tú avanzas, subes escaleras adornadas con zafiros y fósiles de heces de hipopótamo bíblico y en la entreplanta te aguarda el ascensor con su garganta insaciable de película porno de los setenta.
El dragón no tiene prisa. Guiña cada uno de sus setecientos ojos multifacetados que salen de su cabeza repartidos en dos columnas gemelas, retorcidas como cuernos, y se sirve otro gin tonic porque odias la ginebra desde tu primera borrachera a los catorce años, y, aún así, este negocio sólo va de aparentar. Se toma su tiempo antes de abrir la puerta.
Pone música que adoran en los suplementos culturales. Ensaya un catálogo de anécdotas para emocionarte.
Todo es falso, salvo el fuego.
Pero el fuego, no lo olvides, se confunde demasiado con un accidente, una psicopatología. Duele más que vuestras poses.
La cosa es que lo hago. El qué, no estoy segura. Dar un paso más, siempre hacia adelante, da igual el rumbo, saltar al vacío, quemarme. Arder, en definitiva. Dejarme comer por la mandíbula de dientes afilados y bigotes estilizados cual Dalí. Sentir la sacudida, convertirme en un pájaro que al fin rompe la jaula con la mirada. Decidir entregarme entera porque la recompensa está detrás del sacrificio, o eso cuentan.
Buscar un folio en blanco y llenarlo de un golpe. Tacharlo todo, romperlo, destruirlo después.
No tiene sentido, ya lo habíamos dicho. Nada es cierto, y qué.
¿Y qué haces tú?
Se apiada el tiempo de ti. ¿Qué puede hacer?
Se apiada el tiempo de ti. ¿Qué te queda por perder?
No sé, no me preocupa. Lo sé, no me empuja a cambiar.
Lo sé: no me ocupa la distancia de mi soledad ya.
Ya no tengo quince años, ya no tengo una pistola,
Ya no tengo una historia y una libreta de papel:
En mi cabeza todo acaba bien (o mal)
(O bien) Ya no sé lo que tengo que hacer, pero da igual,
Vendrá lo que tenga que llegar… y no me sorprenderá.
¿Sabes por qué? Porque ya he estado ahí, ya he estado en mi cabeza mil veces
Dentro de mí, ya estuve allí… no tengo quince años,
No tengo una pistola, no tengo una gramola de inercia y de nada,
No tengo la hora de volver.
Entiende que llego a caer.
Entiende que llego a perder.
[ Escucha la banda sonora de este relato en los dedos de href=»https://twitter.com/latijeramanca»>@latijeramanca – «A válvulas» ] [ Escucha el relato en la voz de @leemosbonito ]
Visita los perfiles de @GraceKlimt y de @latijeramanca