Dio el último sorbo al vaso de whisky y pensó que esa noche no terminaría como solía ser habitual. Sentado en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos, pensando si su cadáver quedaría más bonito con un disparo o con dos.
Demasiado tiempo viviendo una vida en blanco y negro, sin emoción, desde que ella se fue, dejándolo con los niños y un inmenso agujero en el alma.
Pero esta noche había sido diferente, pensó sonriendo por lo bajo mientras miraba el vaso vacío en sus manos. Otros tacones habían pisado, de nuevo, el viejo suelo de madera. Le parecía escuchar como las paredes todavía conservaban el eco de su risa y un número de teléfono, pintado con carmín, decorando el espejo del baño.
No le hacía falta apuntarlo, a ella la veía todos los días, a la misma hora y en el mismo lugar. Y lo que, hasta ayer era una rutina, se habían convertido gracias a un oportuno pinchazo, en una maravillosa aventura que seguiría a partir de mañana. Así que apuró su copa, apagó la luz y su último pensamiento antes de dormir, fue para imaginar la escena…
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Se vistió cuidadosamente, preparándose para ese café que se habían prometido anoche. Acabó de ayudar a los niños, y salieron los tres juntos de casa. El sol de la incipiente primavera, le daba un color especial a la vieja tapia.
Ella estaba allí, puntual, hermosa, radiante. Cumplió con su papel de madre y luego se alejó discretamente hacía el bar que habían acordado, observando de reojo como el hombre apasionado de anoche, ejercía de padre.
Dejó a los niños en el colegio después de dar un beso a cada uno y asegurarles que a la salida estaría esperándoles y no dejó de mirarlos, orgulloso, hasta que traspasaron la puerta y le saludaron con la mano.