Dio el último sorbo al vaso de whisky y pensó que esa noche no terminaría como solía ser habitual. Sentado en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos, pensando si su cadáver quedaría más bonito con un disparo o con dos.
La inesperada traición de su mujer hace un par de meses —dejándolo y abandonando a sus hijos— le hizo caer en acentuada depresión. Todo perdía el sentido para Carlos.
De pronto, en medio de sus cavilaciones autodestructivas, apareció un destello de luz haciéndose forma humana. «¡Estoy alucinando!» —exclamó en sus adentros. Aquella mujer era Ladah, el hada madrina de sus hijos, quien con un trato distante e irreverente se presentó y lo exhortó a conocer lo que pasaría luego de volarse los sesos.
Carlos no salía de su estupor, pero aun así escuchaba atentamente. Se enteró que tras su muerte, sus hijos vivirían traumados, nadie los protegería, su ex esposa y su amante los someterían a crueles maltratos, terminarían siendo adolescentes conflictivos y tendrían muertes tempranas.
—¿Qué pasará conmigo si me quitó la vida? —preguntó con curiosidad.
—Condenarás tu alma, la razón por la que te quites la vida la enfrentarás eternamente. El suicidio no es la solución como muchos mortales creen.
Gracias a la extraña madrina, comprendió que la depresión era egoísmo de su parte, que no todo perdía sentido. Debía luchar por sus hijos, ellos serían el motivo para despertar de aquella oscuridad.
A la mañana siguiente, sintió una energía en su pecho, estaba insólitamente esperanzado, como no se sentía desde hace mucho tiempo; quizá ese contento era por el encuentro con el hada y por el temor al terrible destino que tendrían sus descendientes tras su muerte. Se levantó, preparó el desayuno y se alistaron para salir.
Dejó a los niños en el colegio después de dar un beso a cada uno y asegurarles que a la salida estaría esperándoles y no dejó de mirarlos, orgulloso, hasta que traspasaron la puerta y le saludaron con la mano.